La ansiedad adopta múltiples formas. A unos nos da por
preocuparnos sin parar, otros sufren ataques de pánico, hay quien manifiesta
obsesiones, fobias o temores por aspectos relacionados con su salud. Muchos de nosotros
podemos tener serias dificultades para hablar en público, o para abrirnos al
mundo, o para expresar delicados sentimientos a personas cercanas a causa de la
timidez, entre otros.
Estas formas comunes de ansiedad, aun siendo comunes, pueden
ser diagnosticables y descritas como trastornos. Eso suena lógico por el
hecho que resulta útil de cara a la investigación, permitiendo probar y
comparar viejos y nuevos tratamientos sobre diferentes grupos de pacientes que
se definen de manera clara, determinando así lo que es más efectivo para cada
uno de ellos. Usar las categorías diagnósticas para investigar ayuda a
encontrar tratamientos validados empíricamente, y gracias a eso hoy en día
tenemos métodos que facilitan el abordaje de la ansiedad y sus variedades que
han demostrado una gran eficacia, como es el caso por ejemplo de la terapia
cognitiva y conductual o de las terapias de tercera generación.
No obstante, los diagnósticos son etiquetas que como tales tienen
una autoridad y pueden ocasionar malestar al portador. La ansiedad o la
preocupación son tan comunes que sin querer se puede acabar “patologizando” a
las personas sin necesidad alguna. Además, y debido al estigma social de la
enfermedad mental, uno puede experimentar sentimientos de incomprensión, de
vergüenza y de anormalidad, lo cual se pueden ver acrecentados por el
diagnóstico (aunque no siempre). Otro inconveniente importante y que hay que
mencionar es que una persona puede llegar a la conclusión que tiene una
enfermedad cerebral, una enfermedad de la mente, un defecto del cerebro y no
necesariamente debe ser así. Otra posible consecuencia de este sistema simple de
diagnóstico, de tener o no tener un trastorno, es que la persona puede sentirse
víctima de lo que le pasa, que no tiene el control de su vida, llegando a la
indefensión y a la conclusión de tratarse hasta el fin de sus días con
medicamentos, y no tendría por qué. Aparte, algunos criterios de diagnóstico
para detectar un trastorno de ansiedad son en parte desconcertantes,
arbitrarios, relativamente ambiguos, difusos o difíciles de observar
objetivamente. Aquí redacto unos ejemplos sobre el trastorno de ansiedad
generalizada (TAG):
· La persona tiene que preocuparse en exceso
¿Cuánto hay que preocuparse para que se considere excesivo?
¿Quién lo decide y cómo?
· La preocupación debe interferir significativamente en su vida
¿Y si la preocupación no le aflige? ¿Y si es una persona que
le gusta andar preocupado?
· La persona debe experimentar dificultades para controlar su preocupación
¿Cómo determinamos si cuesta tener bajo control a las
preocupaciones? ¿Esas dificultades para controlarlas deben aparecer siempre, a
menudo, a veces o alguna durante 6 meses?
En definitiva, es
posible que la persona no encaje dentro de una categoría diagnóstica. Aun así,
es importante reconocer que la ansiedad existe, igual que la depresión, que
implican sentimientos que pueden dolernos y retraernos, que quien se vea
realmente atormentado, merece recibir un tratamiento adecuado y afortunadamente
existen tratamientos psicológicos eficaces, libres de medicación, que se
recomiendan para la plena recuperación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario